Hace
exactamente tres años llegué a Frankfurt con la certeza de que iba a encontrar
un lugar donde dormir un par de noches, pero me encontré con que había una
enorme convención internacional de músicos y estaba todo copado, no quedaba
disponibilidad en ninguna parte, eran ya las cinco de la tarde. Y aunque el
clima era grato, ya comenzaba a refrescar, se venía la noche, dieron las seis.
Recorrimos por enésima vez el centro y sus alrededores, y nada, las siete de la
tarde habían pasado y dijimos Tomemos un
tren hacia cualquier parte y pasamos la noche viajando, no era mala idea,
teníamos un tiquet multipass para viajar donde quisiéramos dentro de Europa, y
fue lo que hicimos. Destino entonces, Copenhague. Pero para tomar el tren a
Dinamarca a última hora nos avisaron que debíamos llegar a una estación perdida
a una hora fuera de Frankfurt, y tomarlo desde allí, eran ya las ocho, ya había
caído la noche, y corriendo alcanzamos a tomar el último tren a ese pequeño
pueblo.
Al llegar, lo
único que había abierto era una porquería de comida rápida en esa pequeña
estación, debíamos esperar hasta las 11.15 para tomar el expreso nocturno a
Copenhague, plataforma 6. Sentados, oímos desde el otro lado el vozarrón de un
tipo muy alto de unos 50 años que no dejaba de caminar por todos lados y hablar
fuerte con una tal Simona, una mujer huraña de unos 45. Comían separados, no
dejaban de vociferar, el tipo gigante conversaba con todos, era extraño, sobre
todo por ser demasiado amable, tenía algo de autista o de retraso, y al parecer
estaba en su salida semanal junto a su Simona. No dejé de mirarlo de reojo, era
imponente, y sin atemorizarme en lo absoluto lo único que no quería es que nos
metiera conversa pues mi alemán es nulo. Pero nos metió conversa. Y se sentó
con nosotros por largo rato, tenía unas orejas enormes. Y al preguntarnos de
dónde veníamos, al responderle él abrió sus ojos de par en par y nos respondió Chile, muy buenos vinos, Marcelo Salas,
Salvador Allende, sí, Salvador Allende, lo bombardearon, sí, Salvador Allende,
repitió, y con una sonrisa llena de paz se quedó mirando mis ojos como si
reconociera en ellos su propio horizonte. Y al rato nos preguntó a dónde
íbamos, y Copenhague dijimos, Ah,
respondió, Copenhague, 11.25, plataforma
9, y mencionó el vagón número no sé cuánto, y repitió la hora, 11.25,
plataforma 9, y claramente el número del vagón que tampoco cuadraba con el
número del tiquet, y a mí se me descolocó la cara, Si, Copenhague, reiteró con seguridad, Ya queda poco, yo los llevo a la plataforma 9, y yo dije para
callado digámosle que sí y cuando se vaya nos cambiamos a la plataforma 6 y
ojalá no sea demasiado tarde, si perdemos el tren no sé qué cresta vamos a
hacer aquí en medio de la nada. Pero el Gigante junto a su Simona no se fueron,
nos llevaron a su plataforma 9 y se quedaron con nosotros, y yo comiéndome las
uñas y les mostré mi tiquet, mira, dice plataforma 6, hora 11.15, No, me respondió, Störung, Plaforma 9, hora 11.25, y me comí las uñas mucho más. Y allí,
de pie en la plataforma 9, pasadas las 11 de la noche, con dos extraños con
toda la pinta de estar en su día libre del sanatorio, vimos como a las 11 con
quince en la plataforma 6 no pasó nada, y algo le entendí de que la plataforma
6 es para no sé qué cosa y van a no sé qué lugar, la plataforma 1, 2 y 4 van al
oriente y la 3 y 5 a esta hora van a occidente, la 7 , 8 y 10 no sé para qué
cresta servía, y La 9 va a Copenhague y
el tren después sigue más allá. Y entonces pasó un tren de carga, y el
Gigante con su Simona se dieron vuelta, nos dieron la espalda, y se lo quedaron
mirando fijo, extasiados, enumerando números exactos y comentarios entre ellos
dos, y yo observé su rito, su mundo, eran como dos duendes, uno huraño y
pequeño, y el otro gigante y con orejas enormes, que no tenían nada que ver
entre sí pero en eso eran uno solo, Y ahora tiene que venir el vagón número no
sé qué en la plataforma 10, exclamó, y quince segundos después apareció el
número no sé qué en la plataforma 10.
A las 11 con
23, el Gigante con su Simona se despidieron con la mejor de sus sonrisas, Mucha suerte, que les vaya muy bien, y
se marcharon. A las 11 con 27 llegó el tren a Copenhague, en la plataforma 9.
Nos subimos, y al cabo de unos minutos el tren comenzó su marcha, y al final de
la plataforma estaban Simona con su Gigante, que se despedían, que observaban
extasiados, como velando nuestro partir.
Sentado junto
a la ventanilla de ese tren me puse los audífonos y cerré mis ojos. Comenzó a
sonar Remain, de José González, y
entre sueños me vinieron a ver tantos que se me han cruzado en mi camino quizá
por qué extrañas circunstancias, y me llené de alegría pena, y sumado al
cansancio de esa extenuante gira por Europa con mis preguntas y mi cámara, se
me sumó lo ocurrido el 27 de febrero en mi país, se me sumó como siempre el
recuerdo del fallecimiento de mi viejo como cada 22 de marzo, y se me sumó
todo, y entre nubes vi a los míos bailando con Remain, tomándonos las manos, abrazándonos, y despidiéndome,
siempre despidiéndome, y agradeciendo los momentos vividos, no importando si
fueron cortos, pero sí verdaderos, profundos, porque no valen las palabras, los
gestos educados, las promesas al aire que no sirven de nada, ni siquiera
importan los años, ni las relaciones sanguíneas, ni lo vivido, sino las
miradas, esa mirada pura que se entrega y te dice estoy aquí, abierto, contigo,
sin pronunciar palabra alguna, estoy aquí, soy tú mismo pues mi importa tu
sentir aunque no lo entienda, veo tu alma y dejo que veas la mía, estoy aquí,
por este pequeño influjo, somos más que un tú y un yo, somos, y por eso siempre
nos perteneceremos, sobre todo cuando menos lo esperas, y en especial cuando
más lo necesitas.
Han pasado
tres años, y hace cuatro días puse música en el auto, y sin esperarlo sonó Remain, de José González, y entonces los
recordé a todos nuevamente, mis verdaderos compañeros de viaje, mis pocos y
verdaderos hermanos hijos, sobre todo ahora, aunque haya sido por un corto
trayecto.
He conocido a
tantos, con palabras al viento y gestos bien articulados pero del todo vacíos,
y me pregunto el porqué la gran mayoría no me quiso mirar aunque fuera a la
distancia, y los poquísimos, poquísimos, que de verdad sí lo hicieron, tuvieron
que irse o simplemente ya no pudieron quedarse. La vida, más allá del bullicio,
es un camino solitario, y por ello no hay que lamentarse, es tal vez el destino
secreto de entender lo que verdaderamente valen las estrofas, entender por
ejemplo lo que pesa una sincera mirada, y lo que diferencia un rastro, de un
vestigio, porque creces y sabes lo que es realmente amar.
Con todo mi
amor Cocó, mi hermanamiga, mi más sincera compañera de viaje que en su
sabiduría arisca y sus gestos esquivos, ella sí quiso quedarse a mirarme en
secreto y tocar mi cara cada mañana, y sin esperarlo, me regaló el más hermoso
trayecto y me enseñó que la única demostración de afecto que realmente vale es
el de mirar al fondo de los ojos, como reconociendo el mismo horizonte, y
querer quedarse, aunque ya no se pueda. El resto, no es de verdad.